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Entre frutas, artesanías e identidad 

Fotografías y texto por Carolina Pérez Trinidad 

Hay 318 mercados públicos en la Ciudad de México, todos ellos herederos de la tradición prehispánica del tianguis. Estos mercados forman parte de la esencia del país y cuentan sus propias historias, como parte de la configuración mestiza de México. Conservan en sus artesanías, su comida y su gente la esencia de un país pintoresco, tradicional, diverso.

En su informe Desarrollo Urbano y Espacio Público: La cultura como motor para las ciudades (2015), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) señala que “El arte y la cultura desempeñan un papel central para fomentar la cohesión social y en nutrir el tejido económico”.

Los mercados de la Ciudad de México son un espacio de convergencia en el que la actividad económica convive directamente con la cultura. Los productos que ahí se venden son en su mayoría de origen nacional y contienen por sí mismos expresiones e historia.

En las calles de la ciudad, entre espacios públicos renovados y de carácter turístico, y otros más en pleno abandono y deterioro, estos establecimientos comerciales son una constante, tanto visual, en su arquitectura y pintorescos decorados, como en ajetreo cotidiano.

A los mercados de San Juan, ubicados en el Centro Histórico, a pocos pasos de la estación Salto del Agua del Sistema de Transporte Colectivo Metro, los une más que el nombre. Estos dos establecimientos comparten historia, actividad económica –el comercio- y sobre todo, cultura.

En el establecimiento ubicado en Avenida Arcos de Belén, los locales cambian de un color a otro y no por la forma en que sus muros están pintados, sino por la diversidad de sus productos del fucsia intenso de las pitayas a las pálidas piernas de la carne de gallina, ancianos, niños y jóvenes conviven en coloridas mesas llenas de platillos tradicionales.

Las fuertes y añejas raíces de este mercado es otro de sus atractivos. En los años 30 contrastaban los pintorescos y maltrechos puestecitos sobre la calle, en la Plazuela de San Juan junto a la histórica Basílica Menor de San José y Nuestra Señora del Sagrado Corazón.

Hoy los locales han cambiado de mano en mano, los traspasos y las ventas han sido frecuentes en los últimos años y “los jóvenes no son lo mismo”, se lamenta uno de los locatarios, el señor Julio Sánchez, quien con ímpetu  promociona el lugar donde trabaja desde que era joven, pero “los nuevos dueños solo quieren la lana, ni les importa el mercado ni nada. Se están perdiendo las raíces”.  

 

Construcción cultural del espacio público

La antropóloga Evelia Carranza González señala que “los mercados son no sólo un importante espacio público de interrelación social e intercambio de bienes y servicios. Sobre todo representan un espacio histórico cultural en el que hoy en día, incluso, podrían convertirse en espacios de performance cultural donde las nuevas generaciones participen”.

¿Cómo puede darse un performance cultural en espacios como los mercados?

“Por décadas y de manera muy sutil se ha dado en estos espacios. Para los locatarios no es una actividad intencional. Se construye a través del tiempo y las costumbres y tradiciones. Cada puesto es diferente e incluso la forma en la que las frutas se colocan nos señalan una tradición y la expresión de una identidad”.  

¿Cómo pueden las nuevas generaciones participar en esta actividad cultural?

“En primera instancia por medio de la herencia. Los hijos seguirán vendiendo y perpetuaran estas expresiones por mera costumbre, pero sobre todo, las nuevas generaciones deben reinterpretar los espacios, contribuir con su propio contexto y hacer uso de su cultura digital para incluir a una clientela que usualmente no encontramos en los mercados: los jóvenes”.

En su informe de 2015, la UNESCO señala como punto principal para la cohesión social la implicación de los jóvenes para promover la interacción pública en lugares tradicionales. Para tal efecto, existe una “necesidad de que las comunidades sientan suyas las ciudades”.

“La construcción de identidad cultural está directamente ligada al espacio público. El habla, las formas de expresión e incluso la forma de vestir se construyen en el espacio y por medio de la interacción social”, apunta Carranza.

“Las personas no frecuentan aquellos lugares que los hacen sentir alienados, no sólo por cuestiones de seguridad o falta de interés, sino porque en su imaginario no les pertenecen, no los conocen desde el alma”.

Historias de mercado

Jesús Mora ha vendido artesanías desde hace 50 años y se ha mantenido fiel desde hace 47 en sus locales del Mercado de Curiosidades “San Juan”, en Ayuntamiento y Dolores.

“Nora Luz” está ubicado en los locales 106, 111 y 112 del mercado y vende todo tipo de artesanías: gabanes, sarapes de saltillo, juegos de ajedrez de obsidiana, pergaminos en piel y muchos productos más, todos estos de origen nacional y hecho por manos mexicanas.

“En este mercado no vendemos nada que no venga del país. La propia administración nos lo prohíbe y de esa forma impulsamos el talento mexicano”, dice Don Jesús.

Sus estantes se encuentran repletos de alebrijes, joyería de obsidiana y madera con hueso. Tiene canastas llenas de trompos y demás juguetes típicos.

 “Cada artesanía tiene su chiste, su tradición. Por ejemplo, este platón -dice, mientras señala una pieza de cerámica donde se vislumbra un paisaje rural entre casas ondulantes y montañas lejanas-, le llaman 'platones de historia' porque el artesano pinta lo que ha visto durante años y lo que siente por su tierra”.

La compra de artesanías es una práctica cultural. Si bien puede ser que en los últimos años se haya banalizado, también existe un profundo arraigo en el  imaginario mexicano de su valor y de la historia que llevan consigo”, comenta la antropóloga,  egresada de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).

“Conocer la historia, los simbolismos y el significado que tienen ciertas artesanías para la comunidad de donde proviene ayudaría a apreciarlas en todo su valor y a difundir nuestras prácticas originarias”.

María Teresa es otra de las antiguas locatarias del mercado, lleva 40 años vendiendo en este y se especializa en trajes típicos. Aunque su mercancía es diversa, uno de los principales atractivos de su local (el número 70) son los coloridos bordados en vestimentas, cojines, bolsas y tejidos de palma.

Ella se traslada hasta distintas regiones del país (Puebla, Tamaulipas, Oaxaca) para adquirir sus productos de las manos de artesanos. Comenta que es lamentable que muchos de ellos ya no acudan a la CDMX para comerciar por la inseguridad que se vive en la capital del país, pero es por eso que su labor y la de todos los locatarios de este y muchos mercados de artesanías es vital.

“Nosotros no vendemos nada chino ni hindú no sólo porque la administración no nos deje, pero por decisión propia. La artesanía mexicana es preciosa y única. Diversa y rica en significados, materiales y formas”, se enorgullece María.

Mientras señala y describe con emoción cada uno de sus productos, a su alrededor los locales comienzan a cerrarse. La jornada laboral termina a las 5 de la tarde.  

Don Julio, María Teresa y Jesús Mora se unen en una misma labor simultáneamente sin siquiera conocerse. Mientras se preparan para irse, resguardan en cajas de cartón y hojas de periódico más que un producto, una parte de la cultura y la identidad de México.

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